Hogar
Capítulo de Hijo de hombre de
Augusto Roa Bastos
Luego de
traquetear bastante tiempo por el camino de tierra lleno de baches, que
culebreaba entre plantíos de algodón y caña dulce, como a tres leguas del
pueblo viró de pronto y metió el camión por un atajo hacia la isleta boscosa
donde estaban las ladrillerías. Eso fue un poco después de haber pasado el
leprosario. Varias figuras macilentas asomaron a los marcos sin puerta de los
ranchos o despegaron de la tierra sus deformes cabezas, bajo los árboles,
gritando roncamente a nuestro paso:
—¡Adiós, Kiritó!
Cristóbal Jara
sólo agitó hacia ellos su mano en señal de saludo.
—¿Y ésos? —le
pregunté.
No me respondió.
No pareció oírme siquiera. Me volví. Unos cuantos chicuelos desnudos, con los
vientres enormes, siguieron un trecho al camión correteando y alborotando con
sus chillidos de pájaros enfermos.
El hombrecito
retacón que venía en la parte trasera les hacía cómicas morisquetas. Después se
sacó de los bolsillos algunas galletas y las fue arrojando una a una.
—¡Vito,
lo’mitaí! —gritó varias veces.
Los chicos
ventrudos se dejaron caer al costado del camino y se revolcaron en la arena de
las huellas disputándose las galletas.
Entre los
ranchos vi la cabaña redonda de troncos levantada muchos años atrás por el
médico ruso que había fundado la leprosería, un tiempo antes de su inexplicable
fuga. Lo veía de nuevo arrojado del tren a golpes y puntapiés por los furiosos
pasajeros, cayendo de rodillas sobre el rojo andén de tierra de la estación de
Sapukai, acusado de haber querido robar una criatura.
Allí estaba su
casa, intacta, acaso un poco más negra con esa costra escamosa que deposita el
tiempo en la madera. No más que la casa, porque él se había esfumado y nadie
sabía dónde estaba. Después de tantos años los sobrevivientes continuaban
esperando empecinadamente quizás el regreso de su benefactor.
Testimonio de
esa espera lo daban su desamparo, esas criaturas que iban naciendo y creciendo
entre pústulas, ese pequeño pueblo de desdichados de Costa Dulce, que se iba
desarrollando a espaldas del otro, como una joroba tumefacta, entre los harapos
de monte. Pensé que en cada rancho habría de seguro como reliquia una imagen
destrozada a hachazos, aquellas que el Doctor degolló poco antes de irse tal
cual había venido. Un tumbo del camión me volvió a la realidad. —Dicen que los
leprosos suelen caer a veces a las farras del pueblo. ¿Es cierto eso? Mi
acompañante volvió a ignorarme, a no oírme. Un poco antes de la leprosería
estaba el cementerio. Vimos a una mujer atareada carpiendo los yuyos entre las
cruces. La ayudaba un muchachuelo rubio y de ojos celestes. El hombrecito le
gritó también: —¡Adiós, María Regalada! El camión siguió traqueteando por un
buen rato. Por fin llegamos a una limpiada entre cocoteros. Debía de ser su
lugar de estacionamiento habitual porque el limpión estaba cruzado en todas
direcciones por las huellas viejas y nuevas de las gomas. Del otro lado de la
isla divisé el cobertizo de paja, chato y largo, de la olería, el horno para
cocer los adobes, el malacate donde se molía y desmenuzaba la arcilla. A
trechos se levantaban los montículos de barro seco y resquebrajado como piedra.
La llegada del camión espantó a una bandada de taguatós posados en ellas. Se
dispersaron chasqueando el aire con sus flojos aletazos. No había humo ni fuego
ni ruidos. Todas las olerías de Costa Dulce estaban abandonadas ahora por la
sequía.
Cerró el
contacto y descendió de un salto. El otro se descolgó como una oruga de una
hoja. Cristóbal Jara le gruñó algo parecido a una orden. A mí, con gesto, me
hizo comprender que debíamos continuar la marcha a pie.
—¿Hasta aquí
solamente? —pregunté señalando el camión, algo acoquinado por el calor.
—Está el Kaañavé
—explicó el hombrecito—. No se puede pasar.
Mi guía echó a
andar. Retiré del asiento mi cinturón con el revólver, que me lo había quitado
durante el trayecto. El hombrecito me miraba curioso, sin esconder su
curiosidad. Mientras me ceñía de nuevo el cinto, le pregunté:
—¿Usted no se
va?
—No. Yo me
quedo. A guardiar un poco... —se retrajo como arrepentido de haber soltado una
indiscreción; su natural expansiva era más fuerte que él.
—¿A guardiar
qué?
—Y... el camión
—dijo al azar.
Me largué tras
el baqueano y lo alcancé no sin apretar el tranco. Las resquebrajaduras de la
tierra gredosa, blancuzca ahora con la capa de salitre calcinada por la
refracción, las cortaderas duras y quebradizas con sus colgajos de polvo,
indicaban la proximidad y a la vez la ausencia del agua sobre la extensión del
estero evaporado
Nuestras dos
sombras se iban achicando en el sofocante mediodía, hasta que acabaron de
desaparecer bajo nuestros pies, descalzos los de él, enfundados los míos en
botas de campaña.
Hablaba poco y
de mala gana. Menos aún en castellano. Respondía con monosílabos sin volver los
ojos siempre ocupados delante de sí, mirando a través de las rajaduras de los
párpados zurcidos por la luz como costurones.
De él sólo sabía
su nombre y algo de esa extraña historia que me habían contado en el pueblo
sobre la fantástica marcha del vagón destruido a medias por las bombas.
Durante el viaje
en el camión de la ladrillería, entre barquinazo y barquinazo, tenté a tirarle
la lengua, traté de sobornar su silencio con esos pequeños recursos que siempre
dan resultado y acaban por establecer la comunicación entre los hombres: una
palmada cordial, el halago esquinado, la indirecta pregunta. Hasta conseguí que
bebiera de mi caramañola algunos sorbos de caña. Pero él parecía reservar su
complicidad para otra cosa. A lo sumo, la boca a veces parecía replegarse en el
imperceptible amago de una mueca que no sería de burla, pero que lo parecía
porque era la sonrisa de ese silencio acumulado en él y que él mismo de seguro
ignoraba, pero que lo saturaba por completo.
Lo más que
conseguí sacarle, cuando sesteamos en la barranca del arroyo, a la sombra de un
tayí, fue el detalle de los rieles de quebracho que debían haber usado para
mover el desmantelado armatoste de hierro y madera. Ensambló las manos huesudas
y las desplazó sobre el suelo, despacio, sin despegarlas, con una lentitud
desesperante, casi maliciosa de tan exagerada. Pensé en algo semejante a los
tramos portátiles de los pontoneros. Ese detalle me trajo también el recuerdo
de mi fallido examen de logística en el último curso de la Escuela Militar, una
asociación absurda en ese momento, después de las cosas que habían pasado.
Pero aun esa
alusión a los rieles de madera podía ser una idea mía. El gesto que quiso
sugerirlo fue ambiguo. La quijada cetrina se apoyaba al hablar sobre las
rodillas, mirando siempre a lo lejos al bailoteo opaco de la luz sobre los
matorrales.
—¿Cómo? —le
incité.
—Poco a poco...
—dijo; el tajo de la boca apenas se movió. 187
—¿Cuánto tiempo?
Se miró los
dedos de las manos sopesándolos. ¿Quiso indicar cinco o diez meses o años en la
manera indígena de contar el tiempo, o tan sólo la inconmensurable cantidad de
esfuerzo y sacrificio que puede caber en las manos de un hombre?
—¿Por aquí fue
por donde lo trajeron?
Quedó callado,
encogido, rascándose con la uña el protuberante calcañar. No hubo manera de
hacerle decir nada más; probablemente no sabía nada más o ya lo había dicho
todo.
El arroyo, aun
sin agua, me parecía en verdad un obstáculo insuperable; no tanto para el
camión. Mucho más para el vagón, cuando debió cruzarlo sin puente por alguna
parte, tal vez por algún vado muy playo.
—¿Se seca a
menudo el Kaañavé?
—El curso
principal. Éste es un brazo no más.
—La sequía está
durando.
—Sí.
—Así no trabajan
las olerías.
—No.
Sobre el lecho arenoso
centelleaban los cantos rodados y alguno que otro espinazo podrido de mojarra,
cubierto de hormigas.
Pensé en el
destino de ese arroyo. En el Kaañavé bebían y se bañaban los leprosos. Era el
único remedio que tenían para sus llagas, el único espejo para sus fealdades.
Ahora estaba seco; pero no siempre lo estaba. El afluente buscaba el tronco de
agua. Luego el arroyo bajaba mansamente hacia otros pueblos. En sus recodos
también bebían y se bañaban los sanos, lavaban montones de ropa lavanderas de
Akahay y Karapeguá.
Con la misma
inconsciencia había pasado seguramente el vagón, indiferente a los vivos y a
los muertos. Miré de improviso a Cristóbal Jara. Él pensaba sin duda en otra
cosa, que no era ni el arroyo ni el vagón. Pero nada decía esperando tal vez el
momento.
En eso apareció
el hocico del tatú en un agujero de la barranca. Esperé a que asomara toda la
cabeza, saqué el revólver 188 y le disparé un tiro. El armadillo se hizo una
bola y quedó quieto.
Recogí la
bestezuela que goteaba sangre y la metí en mi bolsa.
Se levantó y
echó a andar de nuevo, los carapachos de los pies raspando la tierra, cada uno
parecido a un achatado, córneo armadillo, como el que iba goteando a mi
costado. Yo no hacía más que seguirlo pasivamente. Su espalda, llena de cicatrices,
estaba aceitada de sudor bajo los guiñapos. No tendría veinte años, pero desde
atrás parecía viejo. Seguro por las cicatrices o por ese silencio, que aun de
espaldas lo ponía taciturno e impermeable, pesado y elástico, al mismo tiempo.
Durante horas y
horas trajinamos por maciegas hervidas de tábanos y sol, espacios imprecisables
entre un cocotal y otro, entre una isleta y otra de bosque, distancias
difíciles de apreciar por las marchas y contramarchas. Ni una carrera, nadie,
ni siquiera el pelo de algún borrado caminito entre los yukeríes y karaguatales
encarrujados. Nada. Sólo el resplandor blanco y pesado rebotando sobre la
tierra baja y negra, escondiendo todavía la costa del monte.
En vano estiraba
los ojos. No podía ser tan lejos.
Ya había perdido
la cuenta de hacia qué lado del horizonte habíamos dejado el pueblo. Tampoco
podía ubicar el rancherío de los lazarientos ni la ladrillería ni el cauce del
arroyo. Entré en sospecha de que el baqueano me estaba haciendo caminar más de
lo necesario. Lo haría para despistarme; acaso para aumentar el valor de su
trabajo. Vaya uno a saber por qué lo haría.
O quizás
verdaderamente ése era el camino.
Me costaba
concebir el viaje del vagón por esa planicie seca y cuarteada, que las lluvias
del invierno y el desborde del arroyo transformaban en pantano. Se me hacía
cuesta arriba imaginarlo rodando sobre rudimentarios rieles de madera,
arrastrando más que por una yunta de bueyes o dos y tres aun cuatro yuntas en
las lomadas, por la terca, por la endemoniada voluntad de un hombre que no cejó
hasta meterlo, esconderlo, hasta incrustarlo literalmente en la selva.
Es decir, sí;
ahora que marchaba detrás del guía impasible, sin otra cosa para contemplar que
las cicatrices de su espalda y las cicatrices del terreno, el cielo arriba
turbio, una verdadera lámina de amianto, podía tal vez concebir el viaje
alucinante del vagón sobre la llanura; un viaje sin rumbo y sin destino, al
menos en apariencia razonables.
Podía ver al
hombre eligiendo pacientemente el terreno, emplazando los durmientes y las
pesadas secciones de quebracho, unciendo las yuntas de bueyes enlazadas al azar
en el campo o en los potreros; podía verlos picaneándolas, exigiendo a las
bestias escuálidas que cubrieran en esas pocas horas de la jornada nocturna un
nuevo y corto tramo sobre los rechinantes listones, azuzándolos con su apagada
y ronca voz, con una desesperación tranquila en sus ojos de enajenado. Así
siempre, bajo el tórrido sol del verano o en las lluvias y las heladas del
invierno, inquebrantable y absorto en esa faena que tenía la forma de su
obsesión. Y esa mujer junto a él, contagiada, sometida por la fuerza monstruosa
que brotaba del hombre como una virtud semejante al coraje o a la inconsciente
sabiduría de la predestinación, atendiendo y cuidando los mil detalles del
viaje, pero atendiendo y cuidando además al hombre y al crío de meses, esa
pequeña liendre humana nacida y rescatada del yerbal, cuyos días iba marcando
el lentísimo y por eso mismo vertiginoso voltear de las ruedas del vagón; el
pequeño crío lactante transformado en niño, en muchacho, en hombre, a través de
leguas y leguas y años y años y ayudándolos también a empujar con su primeras
fuerzas el arca rodante y destrozada, inmune sin embargo a la locura del
progenitor, como los hijos de los leprosos o los sanos del pueblo no estaban
necesariamente condenados a contraer el mal, puesto que las defensas del ser
humano son inagotables y se bastan a veces para anular y transformar ciertos
estigmas al parecer irremediables. Todo esto podía entender forzando un poco la
imaginación. Yo sabía la historia; bueno, la parte pelada y pobre que puede
saberse de una historia que no se ha vivido. Lo que no podía entender era que
el robo del vagón primero y el viaje después —ambas cosas se implicaban—
pasaran inadvertidos. Ese viaje lentísimo e interminable tuvo forzosamente que
haber llamado la atención; tuvo que haber transmitido su locura —como lo hizo
con la mujer— a un número cada vez mayor de gente, pues era demasiado absurdo
para que el vagón pudiera avanzar o huir tranquilamente a campo traviesa sin
que nadie hiciese algo para detenerlo; el jefe político, el juez o el cura,
cada cual en su jurisdicción, puesto que hasta de brujería se habló. La
delación de un simple telegrafista había bastado para frustrar la maniobra de
los insurrectos y provocar la catástrofe. Pero en el caso del vagón todos se
callaron. El jefe de estación, los inspectores del ferrocarril, los capataces
de cuadrillas. Cualquiera, el menos indicado, habría podido alzar tímidamente
la voz de alerta. Pero eso no sucedió. Una omisión que a lo largo de los años
borronea la sospecha de una complicidad o al menos un fenómeno de sugestión
colectiva, si no un tácito consentimiento tan disparatado como el viaje. Es
cierto que el vagón ya no servía para nada; no era más que un montón de hierro
viejo y madera podrida. Pero el hecho absurdo estribaba en que todavía podía andar,
alejarse, desaparecer, violando todas las leyes de propiedad, de gravedad, de
sentido común.
El espanto y el
éxodo, la mortandad que produjo la terrible explosión, dejaron por largo
tiempo, como el cráter de las bombas, una desmemoriada atonía, ese vacío de
horror o indiferencia que únicamente poco a poco se iría rellenando en el
espíritu de la gente, igual que el cráter con tierra.
Sólo así se
podía explicar que nadie notara el comienzo del 191 viaje, o que a nadie le
importara ese hecho nimio en sí, aunque incalculable en sus proyecciones, en su
significación. La noche del desastre había durado más de dos años. Iba a durar
mucho más tiempo para la gente de Sapukai, en esa especie de lenta, dolorosa,
inexplicable ceguera, de estupefacción rencorosa en que se arrincona una mujer
violada.
Sólo así se
podía explicar que el hombre, la mujer y el niño al regreso del yerbal, al cabo
de su inconcebible huida por páramos de suplicio y de muerte, hubieran logrado
refugiarse primero en el vagón, convertido en su morada, en su hogar, y luego
empujarlo lentamente por el campo sin que nadie lo advirtiera.
En un principio
el hombre y la mujer habrían trabajado al amparo de la doble oscuridad, la del
estupefacto y aplastante vacío, la de las noches sin luna; habrían trabajado
sin duda hasta en las de tormenta, en las ateridas noches de lluvia y frío.
Ahora se sabían o se imaginaban ciertos detalles.
Con ceras
silvestres encolaban cocuyos a los bordes de las ruedas para encarrilarlas
sobre la almadía de quebracho. Ahora podía imaginarme la sonrisa implacable del
hombre al ver voltear las ruedas en las tinieblas con las pestañas parpadeando
por las motas fosfóricas de los muãs. De esas ruedas untadas de fuego fatuo
habría salido la leyenda de que el vagón estaba embrujado.
Durante el día,
daba la impresión de estar siempre inmóvil; lo que se deslizaba o parecía a los
ojos de los demás sería la tierra, como en lenta erosión de las barrancas.
Acabó por
desaparecer.
La sugestión de
su presencia persistió sin embargo en el corte que se había ido ensanchando
hacia el campo. Espejismos, alucinación. Vaya uno a saberlo. Podía ser también,
a su modo y a su escala, un fenómeno semejante al de las estrellas muertas cuya
luz continúa incrustada en el cosmos milenios después de su extinción. Así se
habrían habituado a ver el vagón sin verlo, durando con su presencia fantasmal
donde ya no estaba. Salvo que la explosión lo hubiera hecho volar para dejarlo
allí, enclavado a leguas y leguas de la vía muerta. Pero el vagón no voló.
Se alejó
lentamente, en una marcha imperceptible y tenaz sobre los rieles de quebracho.
Y ya en la tierra salvaje y desierta, merodeadores, vagabundos, parias
perseguidos y fugitivos, hasta los leprosos de la colonia fundada por el médico
ruso, habrían ayudado al hombre, a la mujer y al chico a empujar el vagón para
compartir un instante ese simulacro de hogar que avanzaba por la llanura o
retrocedía hacia el pasado, sin rumbo, sin destino, pero desplazando una
victoriosa, impávida, salvaje, alucinada atmósfera de seguridad, de coraje, de
misterio, lo que también a ellos les comprometía a guardar el secreto. Meras conjeturas,
versiones, ecos deformados. Acaso los hechos fueran más simples. Ya no era
posible saberlo. Sólo que habían comenzado veinte años atrás. No quedaban más
que vestigios, sombras, testimonios incoherentes. Ese vagón hacia el cual me
encaminaba tras el único baqueano que podía llevarme hacia él, era uno de esos
vestigios irreales de la historia. No esperaba encontrarlo; más aún, no creía
en su existencia, muñón de un mito o leyenda que alguien había enterrado en la
selva.
El aire caldeado
me pesaba en la nuca. El armadillo me pesaba en la bolsa, húmeda con su sangre
y mi sudor. Contrariado lo extraje asido por las cortas patitas escamosas y
revoleándolo sobre mi cabeza lo arrojé lejos. Cayó entre unos matorrales
produciendo un quejido seco y sordo como el jha... de los hacheros al descargar
el hacha contra el tronco. Cristóbal Jara giró sobre el rostro inescrutable y
me miró por la rajita de los párpados, con esa leve mueca que no se podía
definir si era de comprensión o de burla.
Llegamos a la
picada. Atardecía, pero el calor todavía chirriaba entre el follaje. Yo me
detuve un momento, tratando de orientarme. Hice correr un poco más adelante,
sobre la ingle, la funda del revólver, para tenerlo a mano. El banqueano tornó
a mirarme. Creyó probablemente que la picada me infundía cierto miedo o que
sospechaba de él. Su semblante terroso era el paisaje en pequeño, hasta en los
rastrojos de barba. Ahora la rictus de burla y lejanía se marcó más evidente a
un costado de la boca. Tal vez no era eso: nada más que fastidio, simple apuro
de llegar, para cumplir una tarea.
Porque menos que
el de conductor de camión de la ladrillería, su verdadero oficio posiblemente
era éste. Aprovechaba los viajes hasta las olerías de Costa Dulce para llevar
de cuando en cuando, con permiso del patrón, a algún cajetillo curioso que
quería ver el vagón metido en el monte. El propio dueño de la ladrillería era
quien concertaba estos menudos gajes de turismo para su chofer, sobre todo
ahora que por la sequía se pasaba la mayor parte del tiempo en la fonda y en el
boliche bebiéndose el precio de las últimas quemas.
Cristóbal Jara,
impasible como en todo, servía de baqueano al forastero, inconsciente quizás de
que traficaba con algo que un sueño insensato había dejado en el monte como un
vigía muerto: o acaso sabiéndolo a su modo y orgulloso de mostrar a los demás
esa inútil cosa sagrada que tocaba a su sangre, como lo supe después.
Lo presentí esa
misma mañana en que fueron a buscarme a la casa donde me alojaba, una fonda de
la orilla cuya propietaria, inmensa y charlatana, la popular Ña Lolé, ejercía
una especie de matriarcado vitalicio sobre la gente de paso por Sapukai. Hacía
poco que yo había llegado al pueblo. Yo no recordaba haber contratado el viaje.
El hombrecito retacón entró en mi pieza y me despertó. Lo veía en la penumbra
con la cabeza grande y mofletuda moviéndose a tientas alrededor del catre. Se
acercó y me bisbiseó al oído: —Vamos. Kiritó le espera... Él mismo fue a la
cocina a traerme unos mates. Oí que las muchachas de servicio le hacían bromas
en el corredor. Algunas lo llamaban Gamarra; otras, Mediometro. Este apodo era
el que mejor lo retrataba. Los adiposos chillidos de Ña Lolé, desde su cuarto,
espantaron al corro gallináceo. Poco después Mediometro entró con el mate. Me
vestí lentamente, mientras sorbía la bombilla, amarga la boca todavía por la
caña, abombada la cabeza por la borrachera de la noche en el corredor del
boliche con los parroquianos, desconocidos para mí. Por eso no quise preguntar
nada al petiso. Afuera estaba el camión, un Ford destartalado. Llevaba un tosco
letrero con el nombre de la ladrillería y del propietario. Sobre el borde del
techo se leía un refrán en guaraní pintado más toscamente aún con letras verdes
e infantiles. Subí junto al chofer y partimos. De paso, dejé constancia en la
jefatura de mi imprevista excursión; estaba obligado a hacerlo. No fueran a
creer que me había fugado a poco de llegar. El aire puro y fresco del amanecer
acabó de desperezarme. Me parecía ver el pueblo por primera vez. Como aquella
lejana noche de mi infancia en que dormimos en medio de los escombros de la
estación destruida por las bombas, Sapukai seguía obrando sobre mí un extraño
influjo.
—¿Dónde estaba
la estación vieja? —pregunté al guía.
Tendió el brazo
hacia un baldío que estaba frente a la estación nueva y el taller de
reparaciones del ferrocarril. Se veían aún algunas piedras ennegrecidas. Allí,
una noche de hacía veinte años, en mi primer viaje a la capital, me había
acostado entre las piedras junto a la Damiana Dávalos a esperar con los otros
195 pasajeros el trasbordo del alba. Aquella noche lejana estaba viva en mí, al
borde del inmenso tolondrón de las bombas, de donde parecía sacar toda su
pesada tiniebla. La luna salió un rato, pero el hoyo negro la volvió a tragar.
Tendido entre
las piedras aún tibias por el sol de la tarde, junto a la lavandera que
dormitaba con el crío enfermo en sus brazos, me costó agarrar el sueño. Me
apreté más a ella, pero lo mismo tardaba en dormirme. Su blando cuerpo de mujer
turbaba mi naciente adolescencia. La voz tartajeante de un viejo en alguna
parte se pasó todo el tiempo contando los pormenores de la explosión. Cuando se
calló el viejo, del otro lado de un pedazo de tapia, empezaron a oírse los
arrullos, las risitas y los sofocados quejidos de una pareja cuyas rodillas
golpeaban sordamente el trozo de pared. Así que no era posible dormirse. La
Damiana Dávalos también suspiraba y se removía débilmente de tanto en tanto
bajo mis tanteos. Allí fue cuando entre la muerte y el recuerdo del horror,
entre el hambre y el sueño, entre todo lo que ignoraba y presentía, succioné su
pecho en la oscuridad robando la leche del crío enfermo que dormía apretado en
su brazos, traicionando también a medias al marido emparedado en la cárcel. Así
yo había descubierto el triste amor en la oscuridad junto a unas ruinas, como
un profanador o un ladrón en la noche.
Acaso en ese
mismo momento, en un lejano toldito de palmas de los yerbales, este mismo
Cristóbal Jara que ahora iba a mi lado, que era ya un hombre entero y tallado,
buscaba entonces con sus primeros vagidos la leche materna, mientras el cuello
del padre se hinchaba en el cepo de la comisaría. A veinte años de aquella
noche, después de un largo rodeo, podía completar el resto de una historia que
me pertenecía menos que un sueño y en la que sin embargo seguía tomando parte
como en sueños.
Escupió su naco
y se internó en la maleza que había invadido la antigua picada. De tanto en
tanto descargaba a los costados certeros machetazos, franqueándome el paso.
Cuando el
levantamiento agrario del año 12 estaba prácticamente vencido, las guerrillas
rebeldes, después de una azarosa retirada, se concentraron y atrincheraron en
el recién fundado pueblo de Sapukai cuyo nacimiento había alumbrado el fuego
aciago del cometa y que ahora se disponía a recibir su bautismo de sangre y
fuego.
El capitán
Elizardo Díaz, que había apoyado la rebelión de los campesinos con su
regimiento sublevado en Paraguarí, tomó el mando de los insurrectos. Se
apoderaron de la estación y de un convoy que estaba allí inmovilizado con su
dotación completa. Ahora no les quedaba más que la vía férrea para intentar un
último asalto contra la capital. En un plan desmesurado, desesperado como ése,
sólo el factor sorpresa prometía ciertas posibilidades de éxito; podía hacer
que el audaz ataque lograra desorganizar los dispositivos de las fuerzas que
defendían al gobierno permitiendo tal vez su copamiento. Eran probabilidades
muy remotas, pero no había otra alternativa para los revolucionarios. En
cualquiera de los casos, la muerte para ellos era segura.
El capitán Díaz
ordenó que el convoy partiera al anochecer de aquel 1º de marzo, con toda la
tropa, su regimiento íntegro más el millar de voluntarios campesinos, armados a
toda prisa.
En su arenga a
las tropas del comandante rebelde mencionó la histórica fecha de la muerte del
mariscal López en Cerro Korá, al término de la Guerra Grande, defendiendo su
tierra, como el compromiso más alto de valor y de heroísmo.
— ¡Nosotros
también —los exhortó— vamos a vencer o morir en la demanda!...
Casiano Jara
había levantado a la peonada de las olerías de Costa Dulce, unos cien hombres,
la mayor parte de ellos reservistas que habían hecho el servicio militar en los
efectivos de línea. Casiano acababa de casarse con Natividad Espinoza. Tenían
su chacrita plantada en tierra del fisco, cerca de las olerías. Natí cuidaba
los plantíos, Casiano trabajaba en el corte y horneo de los ladrillos. Pero él
no dudó un momento en plegarse al combate, contra los politicastros y
milicastros de la capital que esquilmaban a todo el país. Por eso no le costó
convencer a los hombres de las olerías. Se presentaron como un solo hombre en
correcta formación por escuadras a ese valeroso capitán del ejército, tan distinto
a los otros, que no habían trepidado en salir en la defensa de los esquilmados
y oprimidos. Díaz los recibió como un hermano, no como un jefe; los ubicó en el
plan de acción y confirmó en el mando de sargento de la compañía de ladrilleros
al vivaz y enérgico mocetón, que se convirtió en su brazo derecho. Los
preparativos de la misión suicida se cumplieron rápidamente. Entretanto, en un
descuido, el telegrafista de Sapukai encontró manera de avisar y delatar en
clave la maniobra que se aprestaba, incluso la hora de partida del convoy. El
comando leal, ni corto ni perezoso, tomó sus medidas. En la estación de
Paraguarí cargaron una locomotora y su ténder hasta los topes con bombas de
alto poder. A la hora consabida la soltaron a todo vapor por la única trocha
tendida al pie de los cerros, de modo que el mortífero choque se produjera a
mitad del trayecto, un poco después de la estación de Escobar. A último
momento, sin embargo, surgió aquella imprevista complicación que iba a hacer la
catástrofe más completa. El maquinista desertó y huyó. Esto demoró la partida
del convoy. En la noche sin luna, la población en masa acudió a despedir a los
expedicionarios. La estación y sus inmediaciones bullían de sombras
apelmazadas, en la exaltación febril de las despedidas. Las muchachas besaban a
los soldados. Las viejas les alcanzaban cantimploras de agua, argollas de chipá
y tabaco, cachos de banana, naranjas. Cantos de guerra y gritos ardientes
surgían a todo lo largo del convoy. ¡Tierra y libertad!... era el estribillo
multitudinario coreado por millares de gargantas enronquecidas en la quieta
noche de marzo.
De pronto, sobre
el tumulto de las voces se oyó el retumbar del monstruo que se acercaba
jadeando velozmente encrespado de chispas. Se hizo un hondo silencio que fue
tragado por el creciente fragor de la locomotora. A los pocos segundos, el
fogonazo y el estruendo de la explosión rompieron la noche con un vívido
penacho de fuego.
Y bien, ese
cráter hubo que rellenar de alguna manera. En veinte años el socavón se recubrió
de carne nueva, de gente nueva, de nuevas cosas que sucedían. La vida es ávida
y desmemoriada. Por Sapukai volvieron a pasar los trenes sin que sus pitadas
provocaran siniestros escalofríos en los atardeceres rumorosos de la estación,
única feria semanal de diversiones para la gente del pueblo.
Pero no todos
olvidaron ni podían olvidar.
A los dos años
de aquella destrozada noche, Casiano Jara y su mujer Natividad volvieron del
yerbal con el hijo, cerrando el ciclo de una huída sin treguas. Desde entonces
su hogar fue ese vagón lanzado por el estallido al final de una vía muerta, con
tanta fuerza, que el vagón siguió andando con ellos, volando según contaban los
supersticiosos rumores, de modo que cuando en las listas oficiales Casiano Jara
hacía ya dos años que figuraba como muerto, cuando no por las bombas sino con
un rasguño de pluma de algún distraído y aburrido furriel lo habían borrado del
mundo de los vivos, él empezaba apenas el viaje, resucitado y redivivo, un
viaje que duraría años, acompañado por su mujer y por su hijo, tres diminutas
hormigas humanas llevando a cuestas esa mole de madera y metal sobre la llanura
sedienta y agrietada.
Yo iba caminando
tras el último de los tres. Veía sus espaldas agrietadas por las cicatrices.
Pero aun así, viéndolo moverse como un ser de carne y hueso delante de mis
ojos, la historia seguía siendo una historia de fantasmas, increíble y absurda,
sólo quizás porque no había concluido todavía.
Lo malo fue que
el vagón apareció de golpe en un claro del monte, donde menos lo esperaba.
Es la sesgada
luz que se filtraba entre las hojas avanzó lentamente hacia nosotros, solitario
y fantástico. Primero vi las ruedas semihundidas entre los yuyos, los grandes
troncos morados de mazaré que calzaban los ejes impidiendo que ellas se
hundieran del todo en el limo vegetal. Luego la carcomida estructura creció de
abajo hacia arriba cubierta de yedra y musgo. El abrazo de la selva para
detenerlo era tenaz, como tenaz había sido la voluntad del sargento para
traerlo hasta allí. Por los agujeros de la explosión crecían ortigas de anchas
hojas dentadas. Vi las plataformas corroídas por la herrumbre, los pasamanos de
bronce leprosos de verdín, los huecos de las ventanillas tejidos de ysypós y
telarañas. En un ángulo del percudido machimbre aún se podía descifrar la
borrosa, la altanera inscripción grabada a punta de cuchillo, con letras
grandes e infantiles:
Sto. Casiano
Amoité –1ª Compañía– Batalla de Asunción
Un hombre
cambiado a medias, como devorado también a medias por el verdín del olvido, con
ese Amoité en lugar de Jara, que designaba en lengua india lo que era distante,
no la lejanía solamente, sino lo que estaba más allá del límite de la visión y
de la voluntad en el espacio y en el tiempo.
Era todo lo que
quedaba del combatiente que había envejecido y muerto allí soñando con esa
batalla que nunca más se libraría, que por lo menos él no había podido librarla
en demanda de un poco de tierra y libertad para los suyos.
Trepé a la
plataforma levantando una nube de polvo y de fofo sonido. Sentí que las
telarañas se me pegaban a la cara. No pude menos que entrar en la penumbra
verdosa. De las paredes pendían enormes avisperos y las rojas avispas zumbaban
en ese olor acre y dulzón a la vez, en el que algo perduraba indestructible al
tiempo, a la fatalidad, a la muerte. Me sentí hueco de pronto. ¿No era también
mi pecho un vagón vacío que yo venía llevando a cuestas, lleno tan sólo el
rumor del sueño de una batalla? Rechacé irritado contra mí mismo ese
pensamiento sentimental, digno de una solterona. ¡Siempre esa dualidad de
cinismo y de inmadurez turnándose en los más insignificantes actos de mi vida!
¡Y esa afición a las grandes palabras! La realidad era siempre mucho más
elocuente. Sobre los esqueletos de los asientos planeaba el polvo alveolado de
destellos, como si el aire dentro del vagón también se hubiera vuelto poroso,
como de corcho. Mis manos palpaban y comprendían. Sobre un resto de moldura vi
una peineta de mujer. Sobre un cajón de querosén, hacía un ennegrecido cabo de
vela; el charquito de sebo, a su alrededor, también estaba negro de moho. Allí
el sargento Amoité, cada vez más lejano, habría borroneado sus croquis de
campaña corrigiéndolos incansablemente. El silencio caliente lo envolvía todo.
Estaba absorto en él, cuando oí su voz, sobresaltándome: —Ellos le esperan.
Quieren hablar con usted. —¿Quiénes?... —mi sobresalto me frenó un regusto
amargo en la boca. No me contestó. Me contemplaba impasible. Con el sombrero
pirí se echaba viento pausadamente. Por primera vez le vi todo el rostro. Me
pareció que tenía los ojos desteñidos, del color de ese musgo que cubría el
vagón. Los ojos de la madre, pensé. Salí tras él con la mano crispada sobre las
cachas del revólver, por la plataforma opuesta a la que había elegido para
subir. Una cincuentena de hombres esperaban en semicírculo, entre los yuyos. Al
verme me saludaron todos juntos con un rumor. Yo me llevé maquinalmente la mano
al ala del sombrero, como si estuviera ante una formación.
Uno de ellos, el
más alto y corpulento, se adelantó y me dijo:
—Yo soy
Silvestre Aquino —su voz era amistosa pero firme—. Éstos son mis compañeros.
Hombres de varias compañías de este pueblo. Le hemos pedido a Cristóbal Jara
que lo traiga a usted hasta aquí. Queremos que nos ayude.
Yo estaba
desconcertado, como ante jueces que me acusaban de un delito que yo desconocía
o que aún no había cometido.
— ¿En qué
quieren que los ayude?
Silvestre Aquino
no respondió pronto.
—Sabemos que
usted es militar.
—Sí —admití de
mala gana.
—Y que lo han
mandado a Sapukai, confinado.
—Sí...
—Sabemos también
que estuvieron a punto de fusilarlo cuando se descubrió la conspiración de la
Escuela Militar.
Miré las caras,
unas tras otras, compactas y huesudas caras de hombres de pueblo, de hombres de
trabajo, los más tal vez analfabetos, pero seguros de lo que querían,
iluminados por una especie de recia luz interior.
Sabían todo lo
que necesitaban saber de mí. En realidad, mis respuestas a sus preguntas
sobraban.
—Usted pudo ir
al desierto, pero prefirió venir aquí.
Pensé que quizás
únicamente la razón de esa elección se les escapaba. Pero yo tampoco lo sabía.
—La revolución
va a estallar pronto en todo el país —dijo Silvestre Aquino—. Nosotros vamos a
formar aquí nuestra montonera. Queremos que usted sea nuestro jefe... nuestro
instructor —se corrigió enseguida.
—Yo estoy
controlado por la jefatura de la policía —dije—. Supongo que eso también lo
saben.
—Sí. Pero usted
puede venir a cazar de cuando en cuando. Para eso no le van a negar permiso.
Jara lo va a traer en el camión.
Hubo un largo
silencio. Cien ojos me medían de arriba abajo.
— ¿Tienen armas?
—Un poco para
empezar. Cuando llegue el momento, vamos a asaltar la jefatura. Los puños se
habían crispado junto a las piernas. Bolas de barro seco. Tenían, como las
caras, el color gredoso del estero. — ¿Qué nos contesta? —preguntó impávido el
que decía llamarse Silvestre Aquino. —No sé. Déjenme pensarlo... Pero ya sabía
en ese momento que tarde o temprano iba a aceptar. El ciclo recomenzaba y de nuevo
me incluía. Lo adivinaba oscuramente, en una especie de anticipada resignación.
¿No era posible, pues, quedar al margen?
Me volví hacia
Cristóbal Jara. Estaba recostado contra la pared rota y musgosa del vagón. Un
muchacho de veinte años. O de cien. Me miraba fijamente. Las rojas avispas
zumbaban sobre él, entre el olor recalentado de las resinas. La creciente
penumbra caía en oleadas sobre el monte.
Bajé de la
plataforma y le dije:
—Vamos...