miércoles, 22 de enero de 2014

ESTRATEGIA MAOÍSTA Y EDUCACIÓN

ESTRATEGIA MAOÍSTA Y EDUCACIÓN

“Antes y después de la proclamación de la Revolución Popular, Mao Tse Tung mostró particular interés en transformar los sistemas educacionales: ´la transformación de la vieja educación escolar y de la vieja cultura social debe ser realizada sistemática y cuidadosamente´. Insistió repetidas veces en este problema: `Debe acortarse el período de estudios, debe hacerse una revolución en la educación´. Conforme al principio `menos pero mejor´, propició la reducción de asignaturas, la reforma de los métodos de examen y la abolición del sistema de saturar mecánicamente de conocimientos, para suplantarlo por el método de la aplicación práctica de la enseñanza, desarrollando el sentido de la iniciativa del estudiante, esto de fundamental importancia en la postrada China que salía de la guerra civil con un bajo nivel científico y urgente necesidad de técnicos.”
“Estas premisas educacionales, fijadas ya en Yenán y que se imponen ahora en el marco de la Revolución Cultural, constituyen los elementos fundamentales de la estrategia maoísta y de ningún modo una improvisación táctica, como entienden erróneamente algunos observadores occidentales. “
“Se culpa principalmente a Liu Shao-chi (NR: uno de los gestores de la China imperialista de hoy) de oponerse a la realización de estos proyectos de Mao Tse Tung sobre la enseñanza. El `Jruchov chino´, autor de otrora famoso y actualmente condenado libro `Sobre la autocultivación´ (NR: La obra de donde se extrae este texto es de 1969), en su apología del pragmatismo recomendaba a los estudiantes que en vez de prestar atención a lo que ocurría en el exterior de las aulas, debían concentrarse enteramente en sus estudios. Mientras la tesis de Mao Tse-tung indicaba que el ejercicio de la política era fundamental para el conocimiento: `no tener una correcta concepción política equivale a no tener alma´; Liu Shao-chi, por lo contrario, aconsejaba al estudiantado abstenerse de la acción política fin de evitar `desatender su propio oficio.”
(...)
“Mao Tse Tung había propuesto la simplificación de los exámenes, inclusive su anulación, suplantándolos con aplicaciones prácticas donde el alumno podía recurrir a la consulta de libros. Por el contrario Lu Ding-yi (NR: seguidor de Liu Shao-chi) introdujo el sistema de exámenes sorpresivos, que podían producirse en cualquier día y hora sin ningún anuncio previo, que formaron un ambiente de tensión en el estudiantado, posiblemente creado con el fin de despolitizar los centros de enseñanza. Además se estimuló el estudio con un sistema de calificaciones competitivas, incluyéndose premios con medallas de plata y oro, estableciéndose asimismo el grado de eficacia de una escuela conforme al número de sus alumnos admitidos en institutos de enseñanza superior. ”

Bernardo Kordon. China o la revolución para siempre. Editorial Jorge Álvarez. Buenos Aires. 1969.

martes, 14 de enero de 2014

Hogar - Capítulo de Hijo de hombre de Augusto Roa Bastos

Hogar

Capítulo de Hijo de hombre de Augusto Roa Bastos

Luego de traquetear bastante tiempo por el camino de tierra lleno de baches, que culebreaba entre plantíos de algodón y caña dulce, como a tres leguas del pueblo viró de pronto y metió el camión por un atajo hacia la isleta boscosa donde estaban las ladrillerías. Eso fue un poco después de haber pasado el leprosario. Varias figuras macilentas asomaron a los marcos sin puerta de los ranchos o despegaron de la tierra sus deformes cabezas, bajo los árboles, gritando roncamente a nuestro paso:
—¡Adiós, Kiritó!
Cristóbal Jara sólo agitó hacia ellos su mano en señal de saludo.
—¿Y ésos? —le pregunté.
No me respondió. No pareció oírme siquiera. Me volví. Unos cuantos chicuelos desnudos, con los vientres enormes, siguieron un trecho al camión correteando y alborotando con sus chillidos de pájaros enfermos.
El hombrecito retacón que venía en la parte trasera les hacía cómicas morisquetas. Después se sacó de los bolsillos algunas galletas y las fue arrojando una a una.
—¡Vito, lo’mitaí! —gritó varias veces.
Los chicos ventrudos se dejaron caer al costado del camino y se revolcaron en la arena de las huellas disputándose las galletas.
Entre los ranchos vi la cabaña redonda de troncos levantada muchos años atrás por el médico ruso que había fundado la leprosería, un tiempo antes de su inexplicable fuga. Lo veía de nuevo arrojado del tren a golpes y puntapiés por los furiosos pasajeros, cayendo de rodillas sobre el rojo andén de tierra de la estación de Sapukai, acusado de haber querido robar una criatura.
Allí estaba su casa, intacta, acaso un poco más negra con esa costra escamosa que deposita el tiempo en la madera. No más que la casa, porque él se había esfumado y nadie sabía dónde estaba. Después de tantos años los sobrevivientes continuaban esperando empecinadamente quizás el regreso de su benefactor.
Testimonio de esa espera lo daban su desamparo, esas criaturas que iban naciendo y creciendo entre pústulas, ese pequeño pueblo de desdichados de Costa Dulce, que se iba desarrollando a espaldas del otro, como una joroba tumefacta, entre los harapos de monte. Pensé que en cada rancho habría de seguro como reliquia una imagen destrozada a hachazos, aquellas que el Doctor degolló poco antes de irse tal cual había venido. Un tumbo del camión me volvió a la realidad. —Dicen que los leprosos suelen caer a veces a las farras del pueblo. ¿Es cierto eso? Mi acompañante volvió a ignorarme, a no oírme. Un poco antes de la leprosería estaba el cementerio. Vimos a una mujer atareada carpiendo los yuyos entre las cruces. La ayudaba un muchachuelo rubio y de ojos celestes. El hombrecito le gritó también: —¡Adiós, María Regalada! El camión siguió traqueteando por un buen rato. Por fin llegamos a una limpiada entre cocoteros. Debía de ser su lugar de estacionamiento habitual porque el limpión estaba cruzado en todas direcciones por las huellas viejas y nuevas de las gomas. Del otro lado de la isla divisé el cobertizo de paja, chato y largo, de la olería, el horno para cocer los adobes, el malacate donde se molía y desmenuzaba la arcilla. A trechos se levantaban los montículos de barro seco y resquebrajado como piedra. La llegada del camión espantó a una bandada de taguatós posados en ellas. Se dispersaron chasqueando el aire con sus flojos aletazos. No había humo ni fuego ni ruidos. Todas las olerías de Costa Dulce estaban abandonadas ahora por la sequía.
Cerró el contacto y descendió de un salto. El otro se descolgó como una oruga de una hoja. Cristóbal Jara le gruñó algo parecido a una orden. A mí, con gesto, me hizo comprender que debíamos continuar la marcha a pie.
—¿Hasta aquí solamente? —pregunté señalando el camión, algo acoquinado por el calor.
—Está el Kaañavé —explicó el hombrecito—. No se puede pasar.
Mi guía echó a andar. Retiré del asiento mi cinturón con el revólver, que me lo había quitado durante el trayecto. El hombrecito me miraba curioso, sin esconder su curiosidad. Mientras me ceñía de nuevo el cinto, le pregunté:
—¿Usted no se va?
—No. Yo me quedo. A guardiar un poco... —se retrajo como arrepentido de haber soltado una indiscreción; su natural expansiva era más fuerte que él.
—¿A guardiar qué?
—Y... el camión —dijo al azar.
Me largué tras el baqueano y lo alcancé no sin apretar el tranco. Las resquebrajaduras de la tierra gredosa, blancuzca ahora con la capa de salitre calcinada por la refracción, las cortaderas duras y quebradizas con sus colgajos de polvo, indicaban la proximidad y a la vez la ausencia del agua sobre la extensión del estero evaporado
Nuestras dos sombras se iban achicando en el sofocante mediodía, hasta que acabaron de desaparecer bajo nuestros pies, descalzos los de él, enfundados los míos en botas de campaña.
Hablaba poco y de mala gana. Menos aún en castellano. Respondía con monosílabos sin volver los ojos siempre ocupados delante de sí, mirando a través de las rajaduras de los párpados zurcidos por la luz como costurones.
De él sólo sabía su nombre y algo de esa extraña historia que me habían contado en el pueblo sobre la fantástica marcha del vagón destruido a medias por las bombas.
Durante el viaje en el camión de la ladrillería, entre barquinazo y barquinazo, tenté a tirarle la lengua, traté de sobornar su silencio con esos pequeños recursos que siempre dan resultado y acaban por establecer la comunicación entre los hombres: una palmada cordial, el halago esquinado, la indirecta pregunta. Hasta conseguí que bebiera de mi caramañola algunos sorbos de caña. Pero él parecía reservar su complicidad para otra cosa. A lo sumo, la boca a veces parecía replegarse en el imperceptible amago de una mueca que no sería de burla, pero que lo parecía porque era la sonrisa de ese silencio acumulado en él y que él mismo de seguro ignoraba, pero que lo saturaba por completo.
Lo más que conseguí sacarle, cuando sesteamos en la barranca del arroyo, a la sombra de un tayí, fue el detalle de los rieles de quebracho que debían haber usado para mover el desmantelado armatoste de hierro y madera. Ensambló las manos huesudas y las desplazó sobre el suelo, despacio, sin despegarlas, con una lentitud desesperante, casi maliciosa de tan exagerada. Pensé en algo semejante a los tramos portátiles de los pontoneros. Ese detalle me trajo también el recuerdo de mi fallido examen de logística en el último curso de la Escuela Militar, una asociación absurda en ese momento, después de las cosas que habían pasado.
Pero aun esa alusión a los rieles de madera podía ser una idea mía. El gesto que quiso sugerirlo fue ambiguo. La quijada cetrina se apoyaba al hablar sobre las rodillas, mirando siempre a lo lejos al bailoteo opaco de la luz sobre los matorrales.
—¿Cómo? —le incité.
—Poco a poco... —dijo; el tajo de la boca apenas se movió. 187
—¿Cuánto tiempo?
Se miró los dedos de las manos sopesándolos. ¿Quiso indicar cinco o diez meses o años en la manera indígena de contar el tiempo, o tan sólo la inconmensurable cantidad de esfuerzo y sacrificio que puede caber en las manos de un hombre?
—¿Por aquí fue por donde lo trajeron?
Quedó callado, encogido, rascándose con la uña el protuberante calcañar. No hubo manera de hacerle decir nada más; probablemente no sabía nada más o ya lo había dicho todo.
El arroyo, aun sin agua, me parecía en verdad un obstáculo insuperable; no tanto para el camión. Mucho más para el vagón, cuando debió cruzarlo sin puente por alguna parte, tal vez por algún vado muy playo.
—¿Se seca a menudo el Kaañavé?
—El curso principal. Éste es un brazo no más.
—La sequía está durando.
—Sí.
—Así no trabajan las olerías.
—No.
Sobre el lecho arenoso centelleaban los cantos rodados y alguno que otro espinazo podrido de mojarra, cubierto de hormigas.
Pensé en el destino de ese arroyo. En el Kaañavé bebían y se bañaban los leprosos. Era el único remedio que tenían para sus llagas, el único espejo para sus fealdades. Ahora estaba seco; pero no siempre lo estaba. El afluente buscaba el tronco de agua. Luego el arroyo bajaba mansamente hacia otros pueblos. En sus recodos también bebían y se bañaban los sanos, lavaban montones de ropa lavanderas de Akahay y Karapeguá.
Con la misma inconsciencia había pasado seguramente el vagón, indiferente a los vivos y a los muertos. Miré de improviso a Cristóbal Jara. Él pensaba sin duda en otra cosa, que no era ni el arroyo ni el vagón. Pero nada decía esperando tal vez el momento.
En eso apareció el hocico del tatú en un agujero de la barranca. Esperé a que asomara toda la cabeza, saqué el revólver 188 y le disparé un tiro. El armadillo se hizo una bola y quedó quieto.
Recogí la bestezuela que goteaba sangre y la metí en mi bolsa.
Se levantó y echó a andar de nuevo, los carapachos de los pies raspando la tierra, cada uno parecido a un achatado, córneo armadillo, como el que iba goteando a mi costado. Yo no hacía más que seguirlo pasivamente. Su espalda, llena de cicatrices, estaba aceitada de sudor bajo los guiñapos. No tendría veinte años, pero desde atrás parecía viejo. Seguro por las cicatrices o por ese silencio, que aun de espaldas lo ponía taciturno e impermeable, pesado y elástico, al mismo tiempo.
Durante horas y horas trajinamos por maciegas hervidas de tábanos y sol, espacios imprecisables entre un cocotal y otro, entre una isleta y otra de bosque, distancias difíciles de apreciar por las marchas y contramarchas. Ni una carrera, nadie, ni siquiera el pelo de algún borrado caminito entre los yukeríes y karaguatales encarrujados. Nada. Sólo el resplandor blanco y pesado rebotando sobre la tierra baja y negra, escondiendo todavía la costa del monte.
En vano estiraba los ojos. No podía ser tan lejos.
Ya había perdido la cuenta de hacia qué lado del horizonte habíamos dejado el pueblo. Tampoco podía ubicar el rancherío de los lazarientos ni la ladrillería ni el cauce del arroyo. Entré en sospecha de que el baqueano me estaba haciendo caminar más de lo necesario. Lo haría para despistarme; acaso para aumentar el valor de su trabajo. Vaya uno a saber por qué lo haría.
O quizás verdaderamente ése era el camino.
Me costaba concebir el viaje del vagón por esa planicie seca y cuarteada, que las lluvias del invierno y el desborde del arroyo transformaban en pantano. Se me hacía cuesta arriba imaginarlo rodando sobre rudimentarios rieles de madera, arrastrando más que por una yunta de bueyes o dos y tres aun cuatro yuntas en las lomadas, por la terca, por la endemoniada voluntad de un hombre que no cejó hasta meterlo, esconderlo, hasta incrustarlo literalmente en la selva.
Es decir, sí; ahora que marchaba detrás del guía impasible, sin otra cosa para contemplar que las cicatrices de su espalda y las cicatrices del terreno, el cielo arriba turbio, una verdadera lámina de amianto, podía tal vez concebir el viaje alucinante del vagón sobre la llanura; un viaje sin rumbo y sin destino, al menos en apariencia razonables.
Podía ver al hombre eligiendo pacientemente el terreno, emplazando los durmientes y las pesadas secciones de quebracho, unciendo las yuntas de bueyes enlazadas al azar en el campo o en los potreros; podía verlos picaneándolas, exigiendo a las bestias escuálidas que cubrieran en esas pocas horas de la jornada nocturna un nuevo y corto tramo sobre los rechinantes listones, azuzándolos con su apagada y ronca voz, con una desesperación tranquila en sus ojos de enajenado. Así siempre, bajo el tórrido sol del verano o en las lluvias y las heladas del invierno, inquebrantable y absorto en esa faena que tenía la forma de su obsesión. Y esa mujer junto a él, contagiada, sometida por la fuerza monstruosa que brotaba del hombre como una virtud semejante al coraje o a la inconsciente sabiduría de la predestinación, atendiendo y cuidando los mil detalles del viaje, pero atendiendo y cuidando además al hombre y al crío de meses, esa pequeña liendre humana nacida y rescatada del yerbal, cuyos días iba marcando el lentísimo y por eso mismo vertiginoso voltear de las ruedas del vagón; el pequeño crío lactante transformado en niño, en muchacho, en hombre, a través de leguas y leguas y años y años y ayudándolos también a empujar con su primeras fuerzas el arca rodante y destrozada, inmune sin embargo a la locura del progenitor, como los hijos de los leprosos o los sanos del pueblo no estaban necesariamente condenados a contraer el mal, puesto que las defensas del ser humano son inagotables y se bastan a veces para anular y transformar ciertos estigmas al parecer irremediables. Todo esto podía entender forzando un poco la imaginación. Yo sabía la historia; bueno, la parte pelada y pobre que puede saberse de una historia que no se ha vivido. Lo que no podía entender era que el robo del vagón primero y el viaje después —ambas cosas se implicaban— pasaran inadvertidos. Ese viaje lentísimo e interminable tuvo forzosamente que haber llamado la atención; tuvo que haber transmitido su locura —como lo hizo con la mujer— a un número cada vez mayor de gente, pues era demasiado absurdo para que el vagón pudiera avanzar o huir tranquilamente a campo traviesa sin que nadie hiciese algo para detenerlo; el jefe político, el juez o el cura, cada cual en su jurisdicción, puesto que hasta de brujería se habló. La delación de un simple telegrafista había bastado para frustrar la maniobra de los insurrectos y provocar la catástrofe. Pero en el caso del vagón todos se callaron. El jefe de estación, los inspectores del ferrocarril, los capataces de cuadrillas. Cualquiera, el menos indicado, habría podido alzar tímidamente la voz de alerta. Pero eso no sucedió. Una omisión que a lo largo de los años borronea la sospecha de una complicidad o al menos un fenómeno de sugestión colectiva, si no un tácito consentimiento tan disparatado como el viaje. Es cierto que el vagón ya no servía para nada; no era más que un montón de hierro viejo y madera podrida. Pero el hecho absurdo estribaba en que todavía podía andar, alejarse, desaparecer, violando todas las leyes de propiedad, de gravedad, de sentido común.
El espanto y el éxodo, la mortandad que produjo la terrible explosión, dejaron por largo tiempo, como el cráter de las bombas, una desmemoriada atonía, ese vacío de horror o indiferencia que únicamente poco a poco se iría rellenando en el espíritu de la gente, igual que el cráter con tierra.
Sólo así se podía explicar que nadie notara el comienzo del 191 viaje, o que a nadie le importara ese hecho nimio en sí, aunque incalculable en sus proyecciones, en su significación. La noche del desastre había durado más de dos años. Iba a durar mucho más tiempo para la gente de Sapukai, en esa especie de lenta, dolorosa, inexplicable ceguera, de estupefacción rencorosa en que se arrincona una mujer violada.
Sólo así se podía explicar que el hombre, la mujer y el niño al regreso del yerbal, al cabo de su inconcebible huida por páramos de suplicio y de muerte, hubieran logrado refugiarse primero en el vagón, convertido en su morada, en su hogar, y luego empujarlo lentamente por el campo sin que nadie lo advirtiera.
En un principio el hombre y la mujer habrían trabajado al amparo de la doble oscuridad, la del estupefacto y aplastante vacío, la de las noches sin luna; habrían trabajado sin duda hasta en las de tormenta, en las ateridas noches de lluvia y frío. Ahora se sabían o se imaginaban ciertos detalles.
Con ceras silvestres encolaban cocuyos a los bordes de las ruedas para encarrilarlas sobre la almadía de quebracho. Ahora podía imaginarme la sonrisa implacable del hombre al ver voltear las ruedas en las tinieblas con las pestañas parpadeando por las motas fosfóricas de los muãs. De esas ruedas untadas de fuego fatuo habría salido la leyenda de que el vagón estaba embrujado.
Durante el día, daba la impresión de estar siempre inmóvil; lo que se deslizaba o parecía a los ojos de los demás sería la tierra, como en lenta erosión de las barrancas.
Acabó por desaparecer.
La sugestión de su presencia persistió sin embargo en el corte que se había ido ensanchando hacia el campo. Espejismos, alucinación. Vaya uno a saberlo. Podía ser también, a su modo y a su escala, un fenómeno semejante al de las estrellas muertas cuya luz continúa incrustada en el cosmos milenios después de su extinción. Así se habrían habituado a ver el vagón sin verlo, durando con su presencia fantasmal donde ya no estaba. Salvo que la explosión lo hubiera hecho volar para dejarlo allí, enclavado a leguas y leguas de la vía muerta. Pero el vagón no voló.
Se alejó lentamente, en una marcha imperceptible y tenaz sobre los rieles de quebracho. Y ya en la tierra salvaje y desierta, merodeadores, vagabundos, parias perseguidos y fugitivos, hasta los leprosos de la colonia fundada por el médico ruso, habrían ayudado al hombre, a la mujer y al chico a empujar el vagón para compartir un instante ese simulacro de hogar que avanzaba por la llanura o retrocedía hacia el pasado, sin rumbo, sin destino, pero desplazando una victoriosa, impávida, salvaje, alucinada atmósfera de seguridad, de coraje, de misterio, lo que también a ellos les comprometía a guardar el secreto. Meras conjeturas, versiones, ecos deformados. Acaso los hechos fueran más simples. Ya no era posible saberlo. Sólo que habían comenzado veinte años atrás. No quedaban más que vestigios, sombras, testimonios incoherentes. Ese vagón hacia el cual me encaminaba tras el único baqueano que podía llevarme hacia él, era uno de esos vestigios irreales de la historia. No esperaba encontrarlo; más aún, no creía en su existencia, muñón de un mito o leyenda que alguien había enterrado en la selva.
El aire caldeado me pesaba en la nuca. El armadillo me pesaba en la bolsa, húmeda con su sangre y mi sudor. Contrariado lo extraje asido por las cortas patitas escamosas y revoleándolo sobre mi cabeza lo arrojé lejos. Cayó entre unos matorrales produciendo un quejido seco y sordo como el jha... de los hacheros al descargar el hacha contra el tronco. Cristóbal Jara giró sobre el rostro inescrutable y me miró por la rajita de los párpados, con esa leve mueca que no se podía definir si era de comprensión o de burla.
Llegamos a la picada. Atardecía, pero el calor todavía chirriaba entre el follaje. Yo me detuve un momento, tratando de orientarme. Hice correr un poco más adelante, sobre la ingle, la funda del revólver, para tenerlo a mano. El banqueano tornó a mirarme. Creyó probablemente que la picada me infundía cierto miedo o que sospechaba de él. Su semblante terroso era el paisaje en pequeño, hasta en los rastrojos de barba. Ahora la rictus de burla y lejanía se marcó más evidente a un costado de la boca. Tal vez no era eso: nada más que fastidio, simple apuro de llegar, para cumplir una tarea.
Porque menos que el de conductor de camión de la ladrillería, su verdadero oficio posiblemente era éste. Aprovechaba los viajes hasta las olerías de Costa Dulce para llevar de cuando en cuando, con permiso del patrón, a algún cajetillo curioso que quería ver el vagón metido en el monte. El propio dueño de la ladrillería era quien concertaba estos menudos gajes de turismo para su chofer, sobre todo ahora que por la sequía se pasaba la mayor parte del tiempo en la fonda y en el boliche bebiéndose el precio de las últimas quemas.
Cristóbal Jara, impasible como en todo, servía de baqueano al forastero, inconsciente quizás de que traficaba con algo que un sueño insensato había dejado en el monte como un vigía muerto: o acaso sabiéndolo a su modo y orgulloso de mostrar a los demás esa inútil cosa sagrada que tocaba a su sangre, como lo supe después.
Lo presentí esa misma mañana en que fueron a buscarme a la casa donde me alojaba, una fonda de la orilla cuya propietaria, inmensa y charlatana, la popular Ña Lolé, ejercía una especie de matriarcado vitalicio sobre la gente de paso por Sapukai. Hacía poco que yo había llegado al pueblo. Yo no recordaba haber contratado el viaje. El hombrecito retacón entró en mi pieza y me despertó. Lo veía en la penumbra con la cabeza grande y mofletuda moviéndose a tientas alrededor del catre. Se acercó y me bisbiseó al oído: —Vamos. Kiritó le espera... Él mismo fue a la cocina a traerme unos mates. Oí que las muchachas de servicio le hacían bromas en el corredor. Algunas lo llamaban Gamarra; otras, Mediometro. Este apodo era el que mejor lo retrataba. Los adiposos chillidos de Ña Lolé, desde su cuarto, espantaron al corro gallináceo. Poco después Mediometro entró con el mate. Me vestí lentamente, mientras sorbía la bombilla, amarga la boca todavía por la caña, abombada la cabeza por la borrachera de la noche en el corredor del boliche con los parroquianos, desconocidos para mí. Por eso no quise preguntar nada al petiso. Afuera estaba el camión, un Ford destartalado. Llevaba un tosco letrero con el nombre de la ladrillería y del propietario. Sobre el borde del techo se leía un refrán en guaraní pintado más toscamente aún con letras verdes e infantiles. Subí junto al chofer y partimos. De paso, dejé constancia en la jefatura de mi imprevista excursión; estaba obligado a hacerlo. No fueran a creer que me había fugado a poco de llegar. El aire puro y fresco del amanecer acabó de desperezarme. Me parecía ver el pueblo por primera vez. Como aquella lejana noche de mi infancia en que dormimos en medio de los escombros de la estación destruida por las bombas, Sapukai seguía obrando sobre mí un extraño influjo.
—¿Dónde estaba la estación vieja? —pregunté al guía.
Tendió el brazo hacia un baldío que estaba frente a la estación nueva y el taller de reparaciones del ferrocarril. Se veían aún algunas piedras ennegrecidas. Allí, una noche de hacía veinte años, en mi primer viaje a la capital, me había acostado entre las piedras junto a la Damiana Dávalos a esperar con los otros 195 pasajeros el trasbordo del alba. Aquella noche lejana estaba viva en mí, al borde del inmenso tolondrón de las bombas, de donde parecía sacar toda su pesada tiniebla. La luna salió un rato, pero el hoyo negro la volvió a tragar.
Tendido entre las piedras aún tibias por el sol de la tarde, junto a la lavandera que dormitaba con el crío enfermo en sus brazos, me costó agarrar el sueño. Me apreté más a ella, pero lo mismo tardaba en dormirme. Su blando cuerpo de mujer turbaba mi naciente adolescencia. La voz tartajeante de un viejo en alguna parte se pasó todo el tiempo contando los pormenores de la explosión. Cuando se calló el viejo, del otro lado de un pedazo de tapia, empezaron a oírse los arrullos, las risitas y los sofocados quejidos de una pareja cuyas rodillas golpeaban sordamente el trozo de pared. Así que no era posible dormirse. La Damiana Dávalos también suspiraba y se removía débilmente de tanto en tanto bajo mis tanteos. Allí fue cuando entre la muerte y el recuerdo del horror, entre el hambre y el sueño, entre todo lo que ignoraba y presentía, succioné su pecho en la oscuridad robando la leche del crío enfermo que dormía apretado en su brazos, traicionando también a medias al marido emparedado en la cárcel. Así yo había descubierto el triste amor en la oscuridad junto a unas ruinas, como un profanador o un ladrón en la noche.
Acaso en ese mismo momento, en un lejano toldito de palmas de los yerbales, este mismo Cristóbal Jara que ahora iba a mi lado, que era ya un hombre entero y tallado, buscaba entonces con sus primeros vagidos la leche materna, mientras el cuello del padre se hinchaba en el cepo de la comisaría. A veinte años de aquella noche, después de un largo rodeo, podía completar el resto de una historia que me pertenecía menos que un sueño y en la que sin embargo seguía tomando parte como en sueños.
Escupió su naco y se internó en la maleza que había invadido la antigua picada. De tanto en tanto descargaba a los costados certeros machetazos, franqueándome el paso.
Cuando el levantamiento agrario del año 12 estaba prácticamente vencido, las guerrillas rebeldes, después de una azarosa retirada, se concentraron y atrincheraron en el recién fundado pueblo de Sapukai cuyo nacimiento había alumbrado el fuego aciago del cometa y que ahora se disponía a recibir su bautismo de sangre y fuego.
El capitán Elizardo Díaz, que había apoyado la rebelión de los campesinos con su regimiento sublevado en Paraguarí, tomó el mando de los insurrectos. Se apoderaron de la estación y de un convoy que estaba allí inmovilizado con su dotación completa. Ahora no les quedaba más que la vía férrea para intentar un último asalto contra la capital. En un plan desmesurado, desesperado como ése, sólo el factor sorpresa prometía ciertas posibilidades de éxito; podía hacer que el audaz ataque lograra desorganizar los dispositivos de las fuerzas que defendían al gobierno permitiendo tal vez su copamiento. Eran probabilidades muy remotas, pero no había otra alternativa para los revolucionarios. En cualquiera de los casos, la muerte para ellos era segura.
El capitán Díaz ordenó que el convoy partiera al anochecer de aquel 1º de marzo, con toda la tropa, su regimiento íntegro más el millar de voluntarios campesinos, armados a toda prisa.
En su arenga a las tropas del comandante rebelde mencionó la histórica fecha de la muerte del mariscal López en Cerro Korá, al término de la Guerra Grande, defendiendo su tierra, como el compromiso más alto de valor y de heroísmo.
— ¡Nosotros también —los exhortó— vamos a vencer o morir en la demanda!...
Casiano Jara había levantado a la peonada de las olerías de Costa Dulce, unos cien hombres, la mayor parte de ellos reservistas que habían hecho el servicio militar en los efectivos de línea. Casiano acababa de casarse con Natividad Espinoza. Tenían su chacrita plantada en tierra del fisco, cerca de las olerías. Natí cuidaba los plantíos, Casiano trabajaba en el corte y horneo de los ladrillos. Pero él no dudó un momento en plegarse al combate, contra los politicastros y milicastros de la capital que esquilmaban a todo el país. Por eso no le costó convencer a los hombres de las olerías. Se presentaron como un solo hombre en correcta formación por escuadras a ese valeroso capitán del ejército, tan distinto a los otros, que no habían trepidado en salir en la defensa de los esquilmados y oprimidos. Díaz los recibió como un hermano, no como un jefe; los ubicó en el plan de acción y confirmó en el mando de sargento de la compañía de ladrilleros al vivaz y enérgico mocetón, que se convirtió en su brazo derecho. Los preparativos de la misión suicida se cumplieron rápidamente. Entretanto, en un descuido, el telegrafista de Sapukai encontró manera de avisar y delatar en clave la maniobra que se aprestaba, incluso la hora de partida del convoy. El comando leal, ni corto ni perezoso, tomó sus medidas. En la estación de Paraguarí cargaron una locomotora y su ténder hasta los topes con bombas de alto poder. A la hora consabida la soltaron a todo vapor por la única trocha tendida al pie de los cerros, de modo que el mortífero choque se produjera a mitad del trayecto, un poco después de la estación de Escobar. A último momento, sin embargo, surgió aquella imprevista complicación que iba a hacer la catástrofe más completa. El maquinista desertó y huyó. Esto demoró la partida del convoy. En la noche sin luna, la población en masa acudió a despedir a los expedicionarios. La estación y sus inmediaciones bullían de sombras apelmazadas, en la exaltación febril de las despedidas. Las muchachas besaban a los soldados. Las viejas les alcanzaban cantimploras de agua, argollas de chipá y tabaco, cachos de banana, naranjas. Cantos de guerra y gritos ardientes surgían a todo lo largo del convoy. ¡Tierra y libertad!... era el estribillo multitudinario coreado por millares de gargantas enronquecidas en la quieta noche de marzo.
De pronto, sobre el tumulto de las voces se oyó el retumbar del monstruo que se acercaba jadeando velozmente encrespado de chispas. Se hizo un hondo silencio que fue tragado por el creciente fragor de la locomotora. A los pocos segundos, el fogonazo y el estruendo de la explosión rompieron la noche con un vívido penacho de fuego.
Y bien, ese cráter hubo que rellenar de alguna manera. En veinte años el socavón se recubrió de carne nueva, de gente nueva, de nuevas cosas que sucedían. La vida es ávida y desmemoriada. Por Sapukai volvieron a pasar los trenes sin que sus pitadas provocaran siniestros escalofríos en los atardeceres rumorosos de la estación, única feria semanal de diversiones para la gente del pueblo.
Pero no todos olvidaron ni podían olvidar.
A los dos años de aquella destrozada noche, Casiano Jara y su mujer Natividad volvieron del yerbal con el hijo, cerrando el ciclo de una huída sin treguas. Desde entonces su hogar fue ese vagón lanzado por el estallido al final de una vía muerta, con tanta fuerza, que el vagón siguió andando con ellos, volando según contaban los supersticiosos rumores, de modo que cuando en las listas oficiales Casiano Jara hacía ya dos años que figuraba como muerto, cuando no por las bombas sino con un rasguño de pluma de algún distraído y aburrido furriel lo habían borrado del mundo de los vivos, él empezaba apenas el viaje, resucitado y redivivo, un viaje que duraría años, acompañado por su mujer y por su hijo, tres diminutas hormigas humanas llevando a cuestas esa mole de madera y metal sobre la llanura sedienta y agrietada.
Yo iba caminando tras el último de los tres. Veía sus espaldas agrietadas por las cicatrices. Pero aun así, viéndolo moverse como un ser de carne y hueso delante de mis ojos, la historia seguía siendo una historia de fantasmas, increíble y absurda, sólo quizás porque no había concluido todavía.
Lo malo fue que el vagón apareció de golpe en un claro del monte, donde menos lo esperaba.
Es la sesgada luz que se filtraba entre las hojas avanzó lentamente hacia nosotros, solitario y fantástico. Primero vi las ruedas semihundidas entre los yuyos, los grandes troncos morados de mazaré que calzaban los ejes impidiendo que ellas se hundieran del todo en el limo vegetal. Luego la carcomida estructura creció de abajo hacia arriba cubierta de yedra y musgo. El abrazo de la selva para detenerlo era tenaz, como tenaz había sido la voluntad del sargento para traerlo hasta allí. Por los agujeros de la explosión crecían ortigas de anchas hojas dentadas. Vi las plataformas corroídas por la herrumbre, los pasamanos de bronce leprosos de verdín, los huecos de las ventanillas tejidos de ysypós y telarañas. En un ángulo del percudido machimbre aún se podía descifrar la borrosa, la altanera inscripción grabada a punta de cuchillo, con letras grandes e infantiles:
Sto. Casiano Amoité –1ª Compañía–  Batalla de Asunción
Un hombre cambiado a medias, como devorado también a medias por el verdín del olvido, con ese Amoité en lugar de Jara, que designaba en lengua india lo que era distante, no la lejanía solamente, sino lo que estaba más allá del límite de la visión y de la voluntad en el espacio y en el tiempo.
Era todo lo que quedaba del combatiente que había envejecido y muerto allí soñando con esa batalla que nunca más se libraría, que por lo menos él no había podido librarla en demanda de un poco de tierra y libertad para los suyos.
Trepé a la plataforma levantando una nube de polvo y de fofo sonido. Sentí que las telarañas se me pegaban a la cara. No pude menos que entrar en la penumbra verdosa. De las paredes pendían enormes avisperos y las rojas avispas zumbaban en ese olor acre y dulzón a la vez, en el que algo perduraba indestructible al tiempo, a la fatalidad, a la muerte. Me sentí hueco de pronto. ¿No era también mi pecho un vagón vacío que yo venía llevando a cuestas, lleno tan sólo el rumor del sueño de una batalla? Rechacé irritado contra mí mismo ese pensamiento sentimental, digno de una solterona. ¡Siempre esa dualidad de cinismo y de inmadurez turnándose en los más insignificantes actos de mi vida! ¡Y esa afición a las grandes palabras! La realidad era siempre mucho más elocuente. Sobre los esqueletos de los asientos planeaba el polvo alveolado de destellos, como si el aire dentro del vagón también se hubiera vuelto poroso, como de corcho. Mis manos palpaban y comprendían. Sobre un resto de moldura vi una peineta de mujer. Sobre un cajón de querosén, hacía un ennegrecido cabo de vela; el charquito de sebo, a su alrededor, también estaba negro de moho. Allí el sargento Amoité, cada vez más lejano, habría borroneado sus croquis de campaña corrigiéndolos incansablemente. El silencio caliente lo envolvía todo. Estaba absorto en él, cuando oí su voz, sobresaltándome: —Ellos le esperan. Quieren hablar con usted. —¿Quiénes?... —mi sobresalto me frenó un regusto amargo en la boca. No me contestó. Me contemplaba impasible. Con el sombrero pirí se echaba viento pausadamente. Por primera vez le vi todo el rostro. Me pareció que tenía los ojos desteñidos, del color de ese musgo que cubría el vagón. Los ojos de la madre, pensé. Salí tras él con la mano crispada sobre las cachas del revólver, por la plataforma opuesta a la que había elegido para subir. Una cincuentena de hombres esperaban en semicírculo, entre los yuyos. Al verme me saludaron todos juntos con un rumor. Yo me llevé maquinalmente la mano al ala del sombrero, como si estuviera ante una formación.
Uno de ellos, el más alto y corpulento, se adelantó y me dijo:
—Yo soy Silvestre Aquino —su voz era amistosa pero firme—. Éstos son mis compañeros. Hombres de varias compañías de este pueblo. Le hemos pedido a Cristóbal Jara que lo traiga a usted hasta aquí. Queremos que nos ayude.
Yo estaba desconcertado, como ante jueces que me acusaban de un delito que yo desconocía o que aún no había cometido.
— ¿En qué quieren que los ayude?
Silvestre Aquino no respondió pronto.
—Sabemos que usted es militar.
—Sí —admití de mala gana.
—Y que lo han mandado a Sapukai, confinado.
—Sí...
—Sabemos también que estuvieron a punto de fusilarlo cuando se descubrió la conspiración de la Escuela Militar.
Miré las caras, unas tras otras, compactas y huesudas caras de hombres de pueblo, de hombres de trabajo, los más tal vez analfabetos, pero seguros de lo que querían, iluminados por una especie de recia luz interior.
Sabían todo lo que necesitaban saber de mí. En realidad, mis respuestas a sus preguntas sobraban.
—Usted pudo ir al desierto, pero prefirió venir aquí.
Pensé que quizás únicamente la razón de esa elección se les escapaba. Pero yo tampoco lo sabía.
—La revolución va a estallar pronto en todo el país —dijo Silvestre Aquino—. Nosotros vamos a formar aquí nuestra montonera. Queremos que usted sea nuestro jefe... nuestro instructor —se corrigió enseguida.
—Yo estoy controlado por la jefatura de la policía —dije—. Supongo que eso también lo saben.
—Sí. Pero usted puede venir a cazar de cuando en cuando. Para eso no le van a negar permiso. Jara lo va a traer en el camión.
Hubo un largo silencio. Cien ojos me medían de arriba abajo.
— ¿Tienen armas?
—Un poco para empezar. Cuando llegue el momento, vamos a asaltar la jefatura. Los puños se habían crispado junto a las piernas. Bolas de barro seco. Tenían, como las caras, el color gredoso del estero. — ¿Qué nos contesta? —preguntó impávido el que decía llamarse Silvestre Aquino. —No sé. Déjenme pensarlo... Pero ya sabía en ese momento que tarde o temprano iba a aceptar. El ciclo recomenzaba y de nuevo me incluía. Lo adivinaba oscuramente, en una especie de anticipada resignación. ¿No era posible, pues, quedar al margen?
Me volví hacia Cristóbal Jara. Estaba recostado contra la pared rota y musgosa del vagón. Un muchacho de veinte años. O de cien. Me miraba fijamente. Las rojas avispas zumbaban sobre él, entre el olor recalentado de las resinas. La creciente penumbra caía en oleadas sobre el monte.
Bajé de la plataforma y le dije:
—Vamos...